La idea de la universidad como una comunidad de iguales que cooperan en la producción de conocimientos de valor universal es un ideal regulador, quizá una utopía. Pocos de los que vivimos en este mundo particular de académicos lo seguimos de todo corazón. Aunque aspiremos al diálogo, ser ignorados o traicionados es una regla más común. Lo sabemos, y por eso algunos de nosotros no sólo creamos nuestros mecanismos de protección, sino que actuamos activa y obstinadamente para que, a pesar de ello, nuestros frágiles ideales dejen huella en el mundo.
Gabriel Restrepo es un pensador/sabedor raro que combina la erudición académica con un entusiasmo generoso y expansivo con sus interlocutores. ¿Cuántos de nosotros dedicamos nuestro tiempo y energía no sólo a leer, sino también a hacer extensas anotaciones en diálogo con el texto de nuestro colega? Pues bien, Restrepo – este hombre casi octogenario lleno de experiencia – lo hace regularmente, en un diálogo fraternal que mantenemos desde hace años. Tiene todas los poderes mentales para ser un pedante más, pero los utiliza para elevar nuestra tradición humanista a sus cotas más altas: no sólo pensando, sino actuando como un humanista.
Evito publicar nuestros diálogos por pudor, pero hoy es diferente, porque él vino con una traducción de mi texto, hecha para llegar a nuevos públicos. Por eso traemos hoy, en Fios do Tempo, la publicación en español del artículo “Por una palabra plena en la vida democrática”, junto con las notas de Gabriel y el relato de dos pequeños sueños, de fuerte contenido simbólico.
Les invito vivamente a leer las notas. Evito comentarlas en esta publicación, para no hacerla demasiado larga. Pero destaco la importancia de la distinción que hace entre verdad, verdadero, veraz y verosímil con su propuesta de que vivimos en una época de idologías (nota 3); su apología de una nueva Bildung que se reenvía en su obra en forma de sentisapiencia (notas 3 y 6); su reflexión sobre el carisma, el amor y los mecanismos de chivo expiatorio (notas 7 y 8); e y su reconocimiento de que la plenitud de palabra no debe confundirse con la santidad, siendo mucho más el valor de exponer al desnudo sus propias complejidades e hipocresías.
Termino con la cita plena de Hölderlin (de la nota 5):
“‘Desde la mañana,
de cuando somos un diálogo
y nos escuchamos los unos a los otros,
mucho ha sabido el hombre.
Pronto empero somos canto“
André Magnelli
Fios do Tempo, 24 de fevereiro de 2023
Catálogo do Ateliê de Humanidades Editorial
Por una palabra plena
en la vida democrática
André Magnelli.
Publicado en: Journal do Brazil, dos de mayo de 2018.
Reproducido en: Fios do Tempo. Por um falar verdadeiro na vida democrática,
10 de mayo de 2020 con la nota al final del texto.
Traducción y notas de Gabriel Restrepo, Santandercito, enero 29 de 2023.
Comentários iniciais
Cuando publiqué este artículo, hace dos años en el Jornal do Brasil, un amigo me dijo que era un importante argumento (dijo que “paulino” en sentido elogioso), con el cual algunos de los seguidores del entonces candidato presidencial Jair Bolsonaro también supuestamente se identicarían. Yo dije que lo comprendía, porque parecía enunciada para expresar una crisis institucional, una falta de credibilidad en las instituciones, pero que bien examinada su noción de “habla franca” que él decía defender (una mentira, por supuesto) no debía confundirse con una “habla verdadera”: que es el compromiso que un poder ejecutivo debe exponer como hilos invisibles de legitimación democrática, basados en la confianza, la confiabilidad y la credibilidad. Leído a la luz actual, después de las series de trinos del presidente con su deconstrucción sistemática de cualquier enunciado de verdad, comprobamos que la esencia del bolsonarismo es la del populismo y que, bajo forma descarada, mina cualquier posibilidad de compromiso normativo, porque en todo tiempo apunta a una oposición de amigos y enemigos cada vez mas artificial, imaginaria y aún delirante, generando confusión, ilegibilidad y aún psicosis social. Repito entonces que necesitamos un hablar verdadero, una palabra plena que apunte a una experiencia política legible, algo que sólo es posible en una democracia por la construcción de una narrativa abierta a todos, con sujeción a la historia, coherencia interna y capacidad de proyectar un futuro común.
El texto
En tiempos de maquinadores políticos[1], falsas verdades automatizadas, y políticas de “todo vale”, parecería ingenuo predicar la necesidad de una palabra plena[2] en la vida democrática. Pero como lo ha demostrado P. Rosanvallon, todo gobieno democrático teje su legitmidad con los frágiles hilos de la confianza, entramados en una interlocución pública comprometida con lo verdadero.[3] Un buen gobernante debe hablar con razón y practicar lo que dice, pues el discurso público es fundamental para construir lazos de mutua comprensión en una realidad compartida. Así es posible que las acciones públicas sean legibles y que se instauren horizontes de significados que entrelacen pasado, presente y porvenir.[4] De lo contrario la política degenera en un mero discurso cínico del poder y en un ejercicio vulgar de dominación.
El hablar verdadero acrecienta el dominio de los ciudadanos sobre su existencia y sobre el gobierno. El hablar falso amplia el abismo existente.[5] Hoy se olvida una dimensión de la corrupción, patente en un cinismo generalizado. No se corrompe solo cuando se reciben coimas o cuando se hacen negocios ilícitos. Somos corruptos de modo más radical cuando corrompemos la correspondencia de habla, acción y vida por falta de ética. Las luchas partidistas y las operaciones policivas nos ocultan lo obvio: el abismo de corrupción existencial, pues ni la policía, ni la justicia pueden librarnos de ella, algo que sólo puede realizarse desde la lucha política.[6] Un buen político será quien sustente un lazo de confianza, sin disimulo de actos, ni mentiras en discursos. Es aquel quien discurre con franqueza, sin manipulaciones, maquinaciones o cálculos; quien encamina su palabra a decir las cosas tales como ellas son y además refrendarlas al vivir en consecuencia. Será un mal gobernante quien adule a sus aduladores; quien se ampare en la ceguera de sus secuaces y en la ignorancia de sus electores, independientemente de los resultados electorales y de la supervivencia política. Porque su victoria será una derrota moral, no solo personal, sino además y principalmente colectiva, y confirmará el fracaso de la comunidad política para afirmarse como democracia.
Los iniciados en filosofía reconocerán la inspiración que anima mi discurso: aludo a la noción griega de parresía rescatada por el filósofo Michel Foucault. El “parresista” se guía por el lema de “comprometerse en el decir pleno y en vivir lo que se dice”, tanto que alcanza en tal correspondencia un poder irresistible que en tiempos extraordinarios vincula en plenitud el destino individual con el destino social.[7] Por supuesto, sabemos que hay peligros en tal gesto dramático: exponerse a la detracción, o a la exclusión, incluso a la persecusión, y aún más: a la ejecución.[8] Quien es fiel a la palabra verdadera ha de ser prudente.[9] Pero, aún así, es recomendable que no sucumba al miedo paralizante frente a una mayoría tiránica[10], o ante una minoría agresivamente autoritaria, o de reacciones calculadas del oponente. Y aún si el peligro subsiste, jamás ha de mentir o seducir para sobrevivir. Pues bien puede callar a la espera de un momento para decir lo que se obliga a decir. Por ello su figura se opone de modo radical al demagogo. Es fiel a la palabra verdadera no quien habla siempre lo que sea y nunca se equivoca, sino aquel que admite sus errores y sabe enmendarlos con mucho coraje. Ridículo será quien persista terco en la misma mentira repetida de modo compulsivo ante un público que sabe ya lo que pasó. Del parresista se exige uno de los dones públicos más preciosos: ser honesto con los otros y consigo mismo.
Aquí no cabe la ingenuidad. No hay fórmula para garantizar la verdad absoluta de una palabra plena, ni la veracidad de quien lo dice. Imponerla significaría amamantar un régimen totalitario. Además el habla política está minada por la dualidad: en las elecciones predomina el lenguaje de seducción, de la polémica y de las buenas intenciones, al cual suceden las coerciones y la prueba de la acción. Así, los populistas se muestran como francos, pero esto no es más que un señuelo. Hablan para agradar y prometen lo que no pueden cumplir. El discurso se niega luego de la posesión. Y aún así fingen que nunca prometieron nada o que no pueden cumplir cuanto prometieron. La culpa será atribuida a otros.
¿Cómo pugnar entonces por una palabra plena? Por el compromiso ciudadano. Contra las mentiras, deconstruyéndolas al pasarlas por el filtro del método (testar hechos y palabras). Contra los monólogos al defender debates críticos, contruyendo organizaciones civiles que fomenten discursos transparentes, argumentados y programáticos. Contra el moralismo chato de los “ciudadanos de bien” y de lo “políticamente correcto”, asumiendo que el hablar verdadero no consiste en negar la política, pero aceptando que ella es una tentativa, imposible, pero deseada, de conciliar los ideales con la realidad, jamás reductible a las buenas intenciones.[11]
Ha llegado la hora de una palabra plena y verdadera. Se necesitan con urgencia actores – políticos, pensadores[12], periodistas y ciudadanos- que sean reconocidos por su transparencia y actitud democrática, que vivan en forma coherente y rescaten el sentido de lo público. Que ellos dominen en la esfera pública no es por cierto seguro. Porque en último término la política es el arte de convivir con lo imprevisible y nada garantiza que lo necesario pueda advenir.[13]
Relato de dos sueños
20230129 sábado
Dos sueños espesos y turbios que dejo a medio recuerdo y que atribuyo a volver a fumar
El primero, suma dificultad para encajar un escrito. Imagino que se trata de la traducción del artículo de Magnelli, pero revierte a tanta lucha con la escritura. Porque tras la límpida versión se acumulan cientos de borradores que develan la titánica tarea de pulir algo en definitiva breve y fugaz.
En el segundo, luego de muchas rondas inanes, intento con mis hijos ordenar el recinto. La residencia, como la vida, tiende al estropicio, y como en la escritura, mantener el arreglo demanda infinitos pequeños actos para que el polvo y los restos de papeles y sobras de comida no afecten cierto pulimento, sin el cual vivir queda en manos de la naturaleza. Lo mismo ocurre con el cuerpo. Y ni qué decir del alma, o de lo que se entienda por aspiración al orden en medio del voraz caos. Y, por supuesto, en aquello que llamamos el ordenamiento de la cosa pública en el registro de la democracia es tan frágil, que cuidarlo exige una épica colectiva que demanda de todos los ciudadanos infinitas tareas, pequeñas y monumentales.
Comentários de Gabriel Restrepo
[1]
Se recuerda a Edmund Burke cuando indicaba que “la era de la caballería ha pasado. Ahora es la época de economistas, sofistas, y calculadores”: Burke, Edmund. Reflections on the Revolution in France. London, Penguin Books, 1978, 1790: p.170. El relativismo de los sofistas, con la profusión de la doxa vanidosa, se renueva y agota todo logos en la era de lo que James Joyce denominaba con precioso neologismo como “demoncracy”, locura de los demonios, opuesta al otro mal radical de una “taradiction”, adicción a atavismos autoritarios del medioevo. Entinemas, falsos silogismos, enunciados breves apodícticos, pululan en las redes sociales, potentes por el laconismo telegráfico de los trinos.
[2]
Empleo el concepto de Jacques Lacan, palabra plena, expuesto en los dos libros de Ensayos pues me parece próximo al concepto de parresía de Foucault, citado luego.
[3]
A partir de lo expuesto por André Magnelli, cabría la posibilidad de distinguir entre cuatro órdenes: la verdad, lo verdadero, lo veraz y lo verosímil. En estricto sentido, la verdad es un metarrelato desde cuando los griegos aliaban la idea de verdad a la belleza y al bien. Pero en un sentido kantiano, la verdad pertenece al ámbito del nóumeno: de ella sabemos que puede existir como idea, pero no como fenómeno. Es entonces un ideal no desterrable, pero sólo alcanzado de modo muy aproximado, conjetural, provisional y siempre falible. El populismo es en esencia metafísico porque supone verdades absolutas.
Lo verdadero, en cambio, es la verdad despojada de su carácter sustantivo, adjetivada por ende como una verdad siempre hipotética que ha de ser sometida a la prueba de falsación, esto es, de una negación por medio de la argumentación metódica y crítica, y en la política a la verificación electoral, siempre que ocurra en un régimen de libertades y a sabiendas de que la verificación política ha de supeditarse a la falsación argumental, porque la política es propensa a la equivocación.
Lo veraz pertenece al ámbito más leve de la opinión, la doxa griega, muy susceptible de contaminarse por deseos, pasiones, prejuicios y estereotipos, pues el sentido común suele ser el sentido menos común de lo que se admite.
Lo verosímil pertenece al ámbito de la ficción y sin ello no habría fantasía, ni teatro, ni epopeya, ni poesía, ni cine, ni melodramas, ni propaganda, ni publicidad, ni creatividad y recreatividad. Es lo que los griegos llamanban eidolon, simulacros.
El problema es confundir los planos distintos: ese es el ardid de las falsas verdades, encantar las mentiras para que aparezcan como veraces, pero aún para que desfilen como lo verdadero, y aún en planos más trágicos, como la verdad.
Estamos en la era de los idologías, más que de las ideologías que ya son rancias. Idologías son imaginarios ficticios, esto es: fetiches. Contra lo que pensaba Weber, hoy asistimos a reencantamientos del mundo en la sociedad del espectáculo. Tanto más graves, cuanto que la época letrada iniciada por la imprenta se ha supeditado al imperio audiovisual, sin que la educación se haya acompasado para enseñar a interpretar la cinestecia y sinestesia prodigiosas, hoy aliadas a la inteligencia artificial y articuladas al automatismo de la programación del análisis experimental de la conducta. El mundo actual es artificio y simulacro, lo que llamábamos realidad ha sido englutido por la matrix. Debemos correr como dementes para diseñar una inédita Bildung, ahora cuando la posibilidad del computador cuántico nos arrastrará a un mundo de posible neo-esclavitud, si no se aprovechan los enormes avances científicos y tecnológicos para una nueva e indispensable Ilustración.
[4]
Esto es clave, pues significa que el discurso público esta obligado a cuidar e ilustrar la transtemporalidad histórica de un Estado Nacional y, por ende, a salvar la política de la pobreza aleatoria de un presente sin fondo.
[5]
Interesante examinar la heteroglosia como brecha lingüistica entre el discurso monoglósico del Estado y la polifonía de hablas populares. Es una heteroglosia que, si es extremada, lleva a un monólogo exasperante y autoreferencial del poder por redundante propaganda, enfrentado a una dispersión de las hablas populares que desemboca en el extremo de una torre de babel o, en casos exitosos, en la génesis de un nuevo discurso que compagine el logos del Estado con la pluralidad de las hablas populares (https://es.wikipedia.org/wiki/Heteroglosia: 20230124).
A esa posibilidad apuntaba el poeta Hölderlin cuando versaba: “Viel hat von Morgen an/seit ein Gesprächt wir sind und hören voneinander,/ erfahren derl Mench/ bald sind wir Gegang” (Hölderlin. 1969. Werke und Briefe. Editado por Jochen Schmidt. Frankfurt: Insel Verlag: Friedensfeier: 163-179). “Desde la mañana,/desde cuando somos un diálogo/ y nos escuchamos los unos a los otros,/mucho ha sabido el hombre./Pronto empero somos canto.” (Hölderlin: Fiesta de la Paz, traducción de Gabriel Restrepo). Decisivo es el nexo entre habla transparente y escucha profunda, más el deseo de que la paz se resuelva como un canto polifónico.
[6]
Yo me permito apuntar al papel estratégico de una nueva Bildung, radicalmente transformada mediante la sentisapiencia, encaminada a la formación y transformación de individuos orientados hacia la conciudadanía solidaria desde una mutación profunda de las subjetividades, capaces de generar paz exterior desde la paz interior.
Ello exige rimar la Anerkennung con la anagnórisis: el reconocimiento exterior con el interior, lo cual deriva en una reconaissance: reconocimiento y renacimiento en común.
Intuyo que hacia ello se encaminaba el magistral proyecto de Darcy Ribeiro.
[7]
Es un momento excepcional cuando la potencia del carisma transforma una mente singular en mentalidad colectiva.
Hay allí un sustrato poético que fuera espresado por Mallarmé en su poema La Tumba de Poe, pues su oficio sagrado fue Donner un sens plus pur aux mots de la tribu: donar un sentido más puro a las palabras de la tribu (traducción mía en la cual subrayo la noción de la palabra como don, por venia a Mauss y a sus esclarecidos intérpretes en Brasil, Paulo Henrique Martins y André Magnelli).
Fue algo que Mallarmé explayó en la sección titulada “Salvaguardia” del libro Variations sur un sujet (Variaciones en torno a un poeta y a la poesía, según mi libre traducción) cuando destaca que todo discurso del poder remite a la alegoría y es “una ficción que depende de las letras” (Mallarmé: 1993. Méjico: Editorial Vuelta: 154 – 161).
Sin que supieran este sentido, en Colombia una larga fase política del siglo XIX fue nombrada como la de “presidentes gramáticos”.
Lo sé muy bien, pues durante cuatro años, de 1982 a 1986 fui un “negro”, como llaman en Francia al escritor fantasma, en torno a lo cual Erik Orsena escribió una deliciosa novela llamada Gran Amor, en la cual novelaba su oficio como “negro” del presidente carismático Mitterand, novela que tuve la oportunidad de traducir y que enseña, como un colorario al concepto de Parresía tratado por André Magnelli, que la “palabra plena” es la palabra de un sincero y genuino amor por la democracia.
Porque, al fin y al cabo, el fondo arcano del carisma y de la parresia democrática es nada menos que el amor. Y por ello es un misterio sagrado pues transforma lo efímero en transtemporal.
[8]
¿Cómo no evocar la figura trágica del chivo expiatorio?
Parresía, carisma y sacrificio parecen ir de la mano. Recuérdese que en los orígenes del carnaval se elegía a un esclavo para representar el doble de un rey, a fin de canalizar el odio colectivo al soberano.
Del mismo modo, en La Política Aristóteles subraya que el carisma excepcional, en tanto es odioso a la aura mediocritas, tendía a ser expulsado por ostracismo de la comunidad política.
Una democracia ha de instituir salvaguardias para proteger el carisma de la vindicta social: todo carisma, y con mayor razón el político.
[9]
La prudencia es una máxima moral y no un imperativo categórico.
Mucho convene no confundirla, porque entre otras razones los populismos lo hacen al elevar máximas a la condición de imperativos categóricos, ardid empleado para anular la universalidad de estos, por ejemplo al elevar al estatuto de ley para todos ciertas preferencias por estilos de vida particulares (el discurso de las “gentes de bien”).
Por ende, la prudencia como máxima depende de las circunstancias y de los entornos institucionales, ya que son relativas porque, por ejemplo, se refieren a gustos y no a la ética.
En algún lugar, creo que en el texto de la pedagogía, Kant indica que cierta hipocresia es necesaria como norma de vida para todo individuo. Incluso aplica para la prudencia política.
Y ello es más evidente cuando se toma en cuenta el discurso de Mandeville: vicios privados son virtudes públicas.
Pero la prudencia política no ha de convertirse en principio de conducta del Príncipe, al modo de Maquiavelo, que es justamente el engaño que critica con razón André Magnelli.
Con todo, ha de diferenciarse la obligación de parresía aliada a la prudencia del político, de la que puede y debe asumir un pensador que se sitúa de modo radical por fuera del circuito de la política.
Por ello encontré que Foucault hablaba una cosa y vivía a contravía en otra, al no aplicar de modo radical la parresía a su obrar como pensador.
Pues nunca se refirió al nexo entre su vida y su pensamiento, hasta el punto de ni siquiera manifestarle a su amigo íntimo que padecía del SIDA, del cual murió al cabo.
De tal forma que el potente concepto quedó en él como una pieza de museo. La razón de tal debilidad de pensamiento se debió en su caso a la exigencia social de mantener impuluta la noción de pureza intelectual de una suerte de mandarinato que no se desprendió de un atavismo de aristocracia del pensamiento.
En mi caso, toda la vida he pugnado por disolver mi hipocresía, incluso contrariando toda máxima de prudencia, por la convicción de que en América Latina, como en el mundo, una parresía radical ha de servir para exponer al desnudo, fuera de la política, como en un Ecce Homo menos mentiroso que el de Nietzsche, las claves ocultas de una subjetividad tan demoníaca como angélica, tal cual es la de cada cual que se precie de pertenecer a la especie sapiens demens.
Cuesta mucho, por supuesto, porque es abrir todas las heridas. Y porque es como exponerse a una operación en corazón abierto.
Y porque significa nada menos que contrariar los psicoanálisis encaminados desde Freud a borrar las huellas para integrarse sin tacha al orden social, ya que aquí se trata más bien de exponerlas con palabra plena, así sea pasando por la vergüenza absoluta.
Tal es mi propósito final de la vida con la novela y con la biografía que escribe un amigo historiador, Abel Ricardo López.
[10]
Paradigma de un talante monumental del coraje de la verdad fue el de Lutero cuando exclamó ante el poder imperial y pontificio ominipotente:
“Mi conciencia es prisionera de la Palabra de Dios, y no puedo ni quiero revocar nada, reconociendo que no es seguro o correcto actuar contra la conciencia. Que Dios me ayude. Amén”.
Allí se hendió la temporalidad del mundo.
[11]
Con la figura del Nudo Borromeo, ello significa potenciar el nexo entre lo simbólico, esto es la densidad de las significaciones culturales, para aproximarlas a una interpretación más fina a la realidad, sin menospreciar lo imaginario – en donde suelen anidar deseos, pasiones e intereses –, pero sometiéndolo a la prueba de la argumentación racional.
[12]
Desde hace mucho tiempo me cuido de emplear la palabra “intelectuales”, que prefiero traducir por pensadores, precisamente por lo que he dicho del régimen del mandarinato de los franceses, a propósito del buen Foucault, como podría decirlo del buen Sartre.
Porque los “pensadores” son afines a lo que en Colombia se ha dado en denominar “sabedores” de extracción popular.
[13]
Sin embargo, como el principio de la esperanza es imperativo en la condición humana, bien se puede aceptar la máxima de Heráclito, retomada por Edgar Morin: “hay que esperar lo inesperado”, aunque también lo inesperado pueda ser trágico, también podría ser benigno.
Su revelación en la historia es un misterio que, por ejemplo, no supo leer Hitler, cuando repitió el fracaso de Napoleón en la marcha a Rusia.
Pero que también, por suerte contraria, podrá sucederle a Putin porque crea ilusoriamente que la estrategia de la Otan se enterrará en los lodazales del borde de Ucrania con Rusia.
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