Fios do Tempo. Lo terriblemente bello en lo sublime – Gabriel Restrepo (Prólogo al libro de cuentos de Pavel Eduardo Rodríguez: Sombras ominosas – Relatos de lo Terrible y lo Fantástico)

Hay un “terriblemente bello en lo sublime”: esta es la idea-fuerza con la que el colombiano Gabriel Restrepo presenta el libro de cuentos del joven intelectual colombiano Pavel Eduardo Rodríguez: Sombras ominosas (Relatos de lo Terrible y lo Fantástico).

Tenemos aquí, en primer lugar, una hermosa presentación del libro de cuentos de Pavel, que brinda esta amistad intergeneracional entre Gabriel y Pavel, creada a partir de su encuentro y asociación realizada en la frontera entre Colombia y Venezuela, en el Departamento de Arauca (donde Restrepo vivió durante años y del que se despidió ahora, no sin elogios y honores por su contribución a la comunidad).

Pero este ensayo es también una exposición sencilla pero erudita de la relación entre lo bello y lo sublime, pasando por autores como Pseudo-Longino, Heráclito, Baudelaire, Mallarmé, Edgar Alan Poe, entre otros. Es curioso constatar, en igual medida, la sorprendente coincidencia: sin que lo tengamos a la vista, este texto presenta una reflexión sobre el atentado a las Torres Gemelas, que adquiere un nuevo significado con su publicación poco después del 11 de septiembre recién recordado.

¿Qué es lo bello? ¿Qué es lo sublime? ¿Y qué hay de bellamente sublime en los horrores y alegrías que experimentamos y que se narran en los cuentos de Pavel? Le deseo, como siempre, una excelente lectura. Y os invito a todos a conocer el libro.

A. M.
Pontos de Leitura / Fios do Tempo, 14 de septiembre de 2021



Lo terriblemente bello en lo sublime

Prólogo al libro de cuentos de Pavel Eduardo Rodríguez:
Sombras ominosas (Relatos de lo Terrible y lo Fantástico)

Son tantas las sorpresas y tan variadas al naturalizarme como provinciano ya en muy provecta edad en estas fieras y plácidas tierras del Orinoco, que no acertaría a describirlas una por una, por lo cual acudo al pensamiento de la estética cuando incluye en su abecedario dos categorías distintas: lo bello y lo sublime. Que son justamente las que me permitirán captar lo crucial de esta novedad absoluta del libro de cuentos de Pavel Eduardo Rodríguez: Sombras ominosas (Relatos de lo Terrible y lo Fantástico).

Comienzo por lo sublime, pues la larga historia de este concepto data de un filósofo dedicado al examen de la retórica, situado en una indecisa franja entre el siglo I y el III después de Cristo, el pseudo Longino, quien escribiera un Tratado sobre lo Sublime o de lo maravilloso en el discurso. Sublime era para el clásico pensador anónimo todo aquello que excedía las proporciones comunes de los modos de predicar en el discurso los atributos de los entes del mundo, naturaleza, sociedad e inframundo y supramundo imaginarios.

Y me anticipo a aseverar que es en esta vena muy clásica de “lo maravilloso” en la cual narra el nuevo escritor Pavel Eduardo Rodríguez quien irrumpe en la literatura castellana – y lo digo con suma convicción cuando me refiero a su vocación universal y no al mero significado local o regional o nacional de estos inicios – con la fuerza de uno de esos relámpagos usuales de la Orinoquía que la iluminan de un extremo a otro en un solo instante.

Procederé de a poco en poco para mayor entendimiento cuando atribuyo a Pavel su bautismo ejemplar en la senda de narrador de lo “terriblemente bello en lo sublime”. Se supone que la palabra sublime procede de sub limen (bajo el umbral) o, como parece más probable, de sub limus que significa oblicuo y que entonces se referiría a todo aquello que tiende a elevarse. Como el proceso químico de la sublimación que consiste en la propiedad de cuerpos sólidos que transitan de modo directo al estado gaseoso sin pasar por el intermedio líquido. Proceso que por la intensidad solar y por la evaporación acelerada se experimenta con intensidad en esta región de una atmósfera abierta e ilimitada porque las barreras orográficas pronto desaparecen de vista a poco dejar el piedemonte. Tierras a las cuales llegó Pavel, como Eustasio Rivera, Arturo Cova y como tantos miles de miles en el período republicano, forzado por el destierro de su natal Armenia enclavada entre las cordilleras central y occidental al otro extremo de Colombia, alentado por el sueño de un nuevo Dorado, el de la utopía que ahora ha hallado en el santuario de las letras antes de cumplir su treintena.

El proceso químico y alquímico de la sublimación – digo de paso – describiría de modo perfecto el carácter atmosférico de las sociedades contemporáneas – ni sólido, ni líquido, como lo trató el pensador polaco e inglés Zigmunt Bauman, recientemente fallecido –, por el cual corremos el riesgo de volatilizarnos por más de una vía: calentamiento global, estallidos atómicos. Pero que también ofrece la inmensa posibilidad de aligerar la gravedad plomiza del mundo por medio de la gesta de la creatividad del espíritu.

Longino reservaba el sustantivo para los enunciados referidos a estados extraordinarios de la naturaleza, hombres o dioses, así por ejemplo las catástrofes como el terremoto narrado en un relato, la locura o la tragedia. Y de lo extraordinario versan los seis relatos del libro que también cabrían en un sinónimo alemán de lo que está más allá de lo domesticado: lo unheimliche, aquello que algunos traducen como lo ominoso, otros como lo siniestro y que yo prefiero emparentar con otro término alemán: Geheimnis, el secreto, lo segregado, lo misterioso y quizás lo daimónico y aún lo diabólico, en tanto se refieren a aquello que no hemos logrado transformar en símbolo y que es, justamente la tarea de las narraciones de misterios: ir más allá de los umbrales de nuestra frágil conciencia. Con la pericia del artista – aquí Pavel – para descubrir con mágico escalpelo sorpresas bajo el manto de la epidermis.

Entre muchos estudiosos del siglo XVIII destacaron en las indagaciones estéticas de lo bello y de lo sublime el inglés Edmund Burke y el filósofo Immanuel Kant. No por azar ambos despertaron de una larga suerte de catalepsia el concepto de lo sublime en el contexto del terror de la Revolución Francesa. Y para descender de aquellas latitudes a estos parajes, no extrañará que la novedosa narrativa de Pavel Eduardo Rodríguez irrumpa en una región de “espantos” donde, como lo enseña el mito de Florentino y el Diablo – aquí revivido en un relato fantasmagórico – y como lo ha develado en su etnografía de Arauca la antropóloga Natalia Castellanos, hay que ser más diablos que el diablo, como Pavel, para tomarlo de los cachos y zarandearlo por la faena estética.

Burke y Kant diferenciaron lo bello de lo sublime. Lo bello comprende las formas de los entes, de la naturaleza o de los hombres y mujeres que se avienen a patrones placientes de fácil entendimiento por su carácter delimitado, juego cromático, armonía sonora, mesura y orden, por ejemplo las encerradas en la proporción áurea que de la Grecia clásica desemboca en el renacimiento por agencia de Leonardo D´Vinci y se plasma en la arquitectura, escultura y pintura: equilibrio, medida y gracia.

Lo sublime en cambio escapa al dominio y orden de nuestro entendimiento y por lo mismo de nuestro control y por ende nos demuestra nuestra finitud y proporciona terror o espanto mayúsculos: un océano embravecido, la idea matemática del infinito, el horror de las guerras, lo insondable de un ser humano.

Se puede afirmar, por ejemplo, que en general los pueblos de la Orinoquía y de Arauca son bellos porque son mezclas graciosas de muy distintas procedencias que originan fenotipos gratos a la vista; pero además son bellos por su bonhomía y hospitalidad. Lo mismo se puede afirmar de lo exquisito de flora y fauna. El paisaje abierto, aunque sublime por lo ilimitado, es también bello por la extensión e intensidad de la clorofila parida por riqueza eólica, hídrica y solar. Sublime en cambio es la naturaleza cuando su orografía e hidrografía se tornan bravías, en buena parte por causación humana debida a desforestación, incendios, construcciones inadecuadas, desborde de ríos, vertimientos de petróleo o sequías intensas. Sublime es la sociedad regional cuando se mata en guerras intestinas y fratricidas de desquiciadas pasiones. Sublime es también la atmósfera de los seis relatos de Pavel porque en todos ellos se subvierte la realidad acostumbrada al revelar tras ella los rasgos de la desmesura.

Se supone que los conceptos de lo bello y de lo sublime no son intercambiables porque el primero es inmanente, el segundo trascendente. Ello se puede ilustrar con una famosa anécdota. El famoso compositor y director de orquesta alemán Karlheinz Stockhausen rozó los límites del decoro al exclamar ante el dantesco espectáculo del estrépito de las Torres Gemelas una misma expresión que el general inglés Wellington profirió cuando lo mejor de la caballería de Napoleón se anegaba en charcos de sangre en una hondonada frente a él, no advertida por los baquianos, y mientras le rozaban las balas enemigas:

¡Sublime!

Ambos tenían razón. Dos horrores distintos desafiaban las proporciones corrientes de los juicios estéticos de la bella inmanencia de cuanto permanece en su situal de modo sereno y tranquilo. Sublime también resultará el macabro episodio del llamado Caníbal de Rottemburgo que con asentimiento y felicidad de la víctima la destazó para manducarla. Son actos que contrarían la lógica del mundo, así esta supuesta “normalidad” suela bascular entre cotas de delirio y lindes de una siempre frágil cordura. Y es a estos instantes de parpadeo de la cordura donde asoma el homo demens que somos y a donde apunta la escritura de Pavel.

Nadie reprochó a Wellington por el grito de admiración – ¡sublime! – por el desfile de caballos y jinetes ante la ineluctable muerte. En cambio el excelso compositor fue vapuleado por la prensa de todo el mundo. De modo injusto, si nos atenemos a los conceptos clásicos. Si hubiera proferido que esa incineración nefasta era bella, tendrían razón sus detractores. Porque sería tanto como disculpar a Nerón cuando al incendiar a Roma se gozaba en la cremación de la ciudad al acompañar su visión de cantos, poemas y cítaras. Stockhausen no celebraba la desmesurada ordalía porque su juicio era estético y no ético: en lo sublime de la caída de las dos torres el ilustrado compositor quizás se remontaba a todos los mitos relativos a la precipitación a tierra de torres, como por ejemplo el estrépito de la Torre de Babel y tantas erosiones de arrogantes símbolos del poder trizados por el paso voraz de los imperios a través de los milenios. No predicaba que la destrucción de las torres y la muerte de más de tres mil personas fuera bella o buena: se limitaba a afirmar lo desmesurado del acto.

Sin embargo, las fronteras entre lo bello y lo sublime devienen porosas como ha sucedido con todas las coordenadas del mundo del siglo XVIII al XIX y con mayor razón al XX y al XXI cuando se hunde todo determinismo y todo bascula en la relatividad.

Esto no debería sorprender a ningún pensador serio si nos atuviéramos al gran Heráclito que ya predicaba en el siglo V antes de nuestra era lo paradójico de naturaleza y sociedad, por ejemplo cuando afirmaba en el fragmento 18 lo siguiente:

Si no se espera lo inesperado, no se lo hallará, dado lo inhallable y difícil de acceder que es.

O con mayor hondura en el fragmento 59:

El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo.

Una aporía que cualquiera hallará idéntica en el Tao Te King de Lao Tsé o en el libro de Mallarmé: Variaciones en torno a un sujeto en el pasaje titulado La Corte:

El fundamento moderno consiste en esa equivalencia aunque un poco indicadora ya de donde queda lo alto, lo bajo, la parsimonia, la opulencia, todo ambiguo.

¿Qué factores inciden en esta relatividad respecto a la diferencia de lo bello y lo sublime? Las letras en primer lugar y en ellas la novela y dentro del género la novela negra, el thriller o los relatos de terror. La novela – género moderno por excelencia – ya no se ocupa de la caída de un héroe trágico, casi un Dios, como ocurría en la tragedia griega y en parte en Shakespeare. Sus protagonistas son tan antihéroes y anodinos como un hijodalgo Alonso de Quijano que deviene loco y apenas sana para morir. Son antihéroes como un vulgar Leopoldo Bloom, el publicista que al recorrer el ciclo de su invertida Odisea es convertido en un pobre cornudo en manos de la rediviva Penélope, la encantadora Molly. O el señor K. muerto como un perro. O Gregorio Samsa invertido como un insecto. O Hans Castorp que apenas desciende del sanatorio a la llanura topará con las matanzas de la segunda guerra mundial para ser devorado por ellas.

De la novela decía en algún pasaje Walter Benjamin que el autor disponía de sus materiales como se apilan los leños en una chimenea: uno tras otro van siendo consumidos por el fuego. Con Poe, el relato se adentra un paso más en lo sublime del terror sumo. La belleza de la escritura es subsidiaria de la exposición de esa palabra que resuena en la coda de Hearth of Darkness, El corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad: ¡el horror! Solo se salva de la catástrofe el narrador, Poe, cuando, como el mismo autor investido en el detective Dupin, devela enigmas que escapan por su misterio a cualquier lógica habitual, maestría que Pavel Eduardo ha apropiado con notable suficiencia. Pero el mismo Poe murió víctima de lo ominoso narrado por él en El Hombre de la Multitud: como si el mismo autor fuera burlado por lo espeso de sus tramas espantosas o quedara envenenado por ellas.

La relatividad de la tajante distinción entre lo bello y lo sublime alcanzó un ápice en Thomas de Quincey, inspiración fascinante de uno de los mejores relatos de Pavel Eduardo Rodríguez, en un libro que el lector encontrará parafraseado y ampliado en el primer cuento, uno de los magistrales: Brindis de un buen vino por el arte. Un epígrafe del clásico y sorprendente relato del formidable escritor inglés, Del asesinato como una de las bellas artes, recibirá al lector en un pasaje de sorpresas que sin tregua lo conducirá de relato en relato hasta el cierre magistral del último cuento: Un grito irrumpe en la soledad. Apertura y clausura se emparentan en sendas construcciones simétricas en las cuales un hombre y una mujer se alternan en el doctorado de una perversión inusitada ejercida con un artificio rayano en lo que en las artes contemporáneas se denomina performance. Con una diferencia respecto a la época de Thomas de Quincey: ya la estética no se limita a la singular exposición de una obra de arte o de una serie de ellas, propia de los registros canónicos de galerías y museos – cuadros, esculturas, catálogos –, sino del espectáculo celado y secreto del manejo total de escena, reparto, actores, peripecias y libreto. Es el júbilo macabro de la techné como automatismo y cibernética necrológicas. Que se evidencia por ejemplo en la locura significada en que la medida de Trump para esquivar las masacres escolares sea la de armar a los profesores, como si estos fueran inmunes a la demencia.

A diferencia de Poe, su alma gemela inglesa como fuera Thomas de Quincey, tan adicto o acaso más que Poe no digamos al alcohol, como aquel, ni tampoco al opio, consumido como láudano por muchas décadas, sino a vivir una vida al límite del terror personal (narrado en forma inigualable en Confesiones de un inglés comedor de opio y en Suspiria de Profundis, bien leídos por Pavel), el británico evadió la muerte trágica o el delirium tremens, siempre rozándolos como aquel, librado empero en su caso por el expediente de un autoanálisis que sin duda antecedió de modo crucial en medio siglo al surgimiento del psicoanálisis. Pero Freud fue muy avaro porque ocultó la inmensa deuda contraída con el inglés, no solo como inspiración para superar su adicción a la cocaína, sino por la creación del concepto proteico del palimpsesto que usó con mucho provecho de modo explícito sin citar la fuente en El Malestar de la Cultura de 1930, pero aún más crucial se convertiría en un método extraordinario para acelerar la anamnesis y la anagnórisis de cualquier paciente que afronte la deriva de su existencia y conciencia.

Pero este recorrido por Poe y por De Quincey no solo es obligado para examinar la filiación de la escritura inusitada por lo muy original de Pavel Eduardo Rodríguez, sino para atisbar a través de tres de sus sucesores, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé las sinuosas y más complejas relaciones entre lo bello y lo sublime. Baudelaire tomó a los dos escritores de habla inglesa como sus grandes maestros, tal como ha sido socorrido por Pavel en su iniciación. En Del Vino y del Hachis reproduce casi enteros los dos libros citados de Thomas de Quincey. Y en el mismo título de la recopilación de sus poemas, Las Flores del Mal, se enunció la inversión paradójica de los nexos clásicos entre lo bello y lo sublime. Pues de entrada las flores se clasificaban de modo canónico como la condensación de lo bello, en tanto que el mal era ubicado en el rango de lo sublime. Así que el título y mucho más el contenido de la poética produce el gran desconcierto del orden convencional al componer una síntesis paradójica a modo de oxímoron: flores venenosas, pues el poeta mira con escepticismo el veneno escondido en la apariencia de lo bello.

Gracias al iconoclasta atrevimiento de Baudelaire, Rimbaud pudo enunciar este sorprendente giro en el inicio de su libro Una Estación en el Infierno:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían. Una nochesenté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.— Y la injurié. Me armé contra la justicia. Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera…

Por su parte Mallarmé se refiere al mismo tópico cuando expone en el libro citado:

Torpeza excitada con blasfemia, esta misa negra mundana se propaga, ciertamente, hasta la literatura, un objeto de estudio o crítica.

Tal era el cometido de la novela negra, revelar el negativo de un mundo que se autoproclama como feliz y hermoso. Me haría muy prolijo si me ocupara de glosar sobre cada uno de los seis relatos, así que retorno a un examen somero del significado encerrado en la gran proeza narrativa de Pavel Eduardo Rodríguez al contraponer dos personajes malévolos en el primero y en el sexto relato, el primero un hombre, la última una mujer. Malévolos porque en el primer caso, el inspector que se supone es el llamado a develar un crimen con el esclarecimiento de todas las circunstancias, se descubre como el creador de la trama encaminada a incriminar a una inocente en un crimen planeado con la mayor premeditación por él mismo, movido no por cualquier beneficio material, sino por un absoluto goce perverso de controlar toda la escena: el mal por el puro rédito del mal. Algo análogo sucede en el último relato, solo que en cabeza de una mujer y una que en un plano simétrico al del primer relato, si bien está destinada por su oficio a dispensar libertad de las personas por medio de los libros, termina usándolos para abusar de los otros hasta el punto de asesinarlos al confinarlos ya no en el pasaje a sí mismos en las páginas de los libros, sino a la muerte por asfixia al encerrarlos en espesos muros.

Quiero ver en estos dos casos el malestar del mundo contemporáneo si al primero le adscribimos el concepto de anima y a la segunda la idea del animus en los términos de la psicología profunda de Carl Jung. Para resumir, anima y animus en el principio y en el cierre del relato son desalmados, almas en pena, obsesionados por la techné como tecnología de la muerte, huérfanos de poiesis. Y para retomar el hilo conductor de este ensayo, es preciso indicar que el mundo contemporáneo con su tecnología pretende desalojar la idea de lo sublime: no existe la tragedia, no hay infelicidad, no hay arrugas, ni lágrimas, ni soledad, ni el millón de suicidios mundiales al año, ni feminicidio infame, ni pobreza, ni concentración codiciosa de la riqueza, ni entropía de la naturaleza, ni masacres, ni guerras. Todo es en apariencia bello. Pasable. Sonriente. Plácido. Tranquilo. Color de rosa. Pero esta apariencia es la de Matrix: tromp d´oeil, trucos de magia, ilusiones, la caverna, hipnotismo telemático. Porque todo el control global está al servicio de la necrológica performance de la muerte, una que se hace pasar por una obra de arte.

Mostrar este contrasentido es la clave secreta de todos los pasajes de los seis cuentos. Es como si el autor, Pavel Eduardo Rodríguez, en clave de Rimbaud, nos invitara a sentar la aparente belleza del mundo en nuestras rodillas para encontrar tras su semblante lo amargo de la misma, es decir, lo sublime que se oculta tras el maquillaje. Es el arte superior ejercido con sapiencia por Pavel Eduardo de situar la oposición de lo bello y lo sublime como en una cinta de Moëbius, en la cual a veces lo que aparentemente es bello resulta ser siniestro, o escudriñar tras lo sublime el designio de lo diabólico como un arte transformado en artificio de la muerte. Porque en cada cuento punza y ladra y salta el dolor: como empalada, como muerto vivo, como humano convertido en perro, como terremoto, como emparedado, como tragado por los fantasmas y espantos colectivos.

Me ha asombrado sin medida la fluidez narrativa de Pavel Eduardo Rodríguez: su riqueza léxica, la ductilidad para transitar de las glosas filosóficas o estéticas a los detalles narrativos, los cambios de ritmos, los suspensos, los giros inesperados, la dosis exacta de humor y tragedia, la fluidez de los diálogos, la espesura de la trama, la multipicidad de puntos de vista y la coherencia y solidez de todo el libro. Pavel conjuga con inmensa gracias las seis cualidades propuestas por el escritor Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio: velocidad, levedad, exactitud, multiplicidad, visibilidad y consistencia

Y concluyo cerca de donde inicié. Cuando me adentré como forastero en esta región sabía que enfrentaría muchas dificultades, pero nunca sospeché que hallara tanto talento como el que me ha revelado tanta gente del común – campesinos, transportadores, comerciantes, sacerdotes, líderes religiosos – y otros del ámbito de la cultura regional como Pavel Eduardo con tantas facetas como músico, poeta, locutor, gerente de la emisora, compromiso social, humanismo, capacidad de lectura, moderación, bonhomía y ahora para esmerar la sorpresa con este libro de cuentos en el cual demuestra que nació sabido. El gozo es mayor porque ya había sido sorprendido por el talento insospechado de un joven poeta, Diego Aldana Pérez, lo mismo que por la capacidad de liderazgo cultural demostrada por el profesor John Jairo Montiel.

¡Brindo por estos dones de la vida y por el inmenso regalo de este libro al cual deseo mucho vuelo!


Bogotá, 1946. Sociólogo y profesor asociado de la Universidad Nacional, ya pensionado. Ha residido desde hace cinco años en una periferia de la periferia de Colombia situada en el Departamento de Arauca, limítrofe con Venezuela. En la actualidad es el vicepresidente ad honorem del recién creado Instituto Alter Forum de Estudios del Sahara, Al Andalous. Ha publicado más de 40 libros y de 140 ensayos en ciencias sociales y letras. Es el autor de una Teoría Dramática y Tramática de las Sociedades  que viene desarrollando desde hace muchos decenios. Cuenta con doce libros de poesía. Lleva diarios desde el año 1963.
Correo electrónico: garestre@gmail.com.


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por Anders Noren

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