El sociólogo, filósofo, poeta, educador y ensayista colombiano Gabriel Restrepo es, sin duda, uno de los más grandes intelectuales latinoamericanos de la actualidad. Representa una exuberante tradición de polímatas y eruditos universales que florecen en nuestras tierras raras del Sur Global.
Por eso considero un honor comenzar a publicar hoy, en los Fios do Tempo [Hilos del Tiempo], una colección de sus ensayos sobre educación, cultura y ciencia, que han sido escritos durante décadas. Comenzamos con esta hermosa introducción escrita directamente desde Arauca, en la frontera entre Colombia y Venezuela, donde el autor ha arraigado su existencia. En este texto, marcado por el sentimiento de horror sublime ante las fantasmagóricas repeticiones de nuestro siglo, Restrepo hace una invitación a una anamnesis y una anagnorisis. Al rastrear nuestras huellas de recuerdos y actos, es posible quizás romper con las enfermedades bárbarisantes, compulsivas y resistentes que nos afligen, pues son causadas por la amnesia y la anosognosia.
A continuación publicaremos, como primer texto de nuestra serie, el ensayo “Las Claves de Melquíades“, que ganó el Premio Internacional de la Multi-Universidad Edgar Morin en Hermosillo, México, sobre el tema “La profunda reforma de la educación” con motivo del 88º cumpleaños de Morin, con la presencia del propio pensador de la complexidad en el jurado.
Con la convicción de que el sentipensamiento de Gabriel Restrepo tiene el poder de fraternizar nuestros países y de entrefecundar a classicas y nuevas geografías espirituales, les deseo a todos una excelente lectura, y descubrimiento!
A. M.
Fios do Tempo, 17 de octubre de 2020
Huellas de una peregrinación:
anamnesis contra anosognosia
Seminario San José Obrero,
corregimiento de La Esmeralda,
Municipio de Arauquita,
Departamento de Arauca
en la Orinoquía de Colombia
Jueves 1 de octubre, 2020
El querido amigo André Magnelli ha lanzado un salvavidas en el naufragio. A los 74 años bien corridos, el bajel de cuerpo y alma cruje sin que en un mundo cada vez más inhóspito se avisten islas para el refugio de nuevos salvados de La Tempestad. Ni Arieles, ni Prósperos, ni Mirandas, ni Calibanes se avistan en el horizonte desolado. Es como si del teatro de El Globo hubiera desaparecido el dramaturgo con todas sus tragedias y comedias. Un revivido Robinson Cruzoe tampoco halla un Viernes para distraer los días. La isla de Utopía yace despoblada. En la ínsula Barataria ya no gobierna Sancho. El fiero Titanic se estrella cada noche ante un iceberg avistado con anticipación. El desierto arruma dunas. El ojo de los huracanes vomita vendavales en el Caribe. En Brasil y California la tierra ciega llora lágrimas de fuego. Los leones marinos se despeñan y los osos abandonan a los oseznos por falta de alimento. El Golpe de Dados de Mallarmé cae y recae en las cifras del desastre.
No es solo la suma de años, ni el efecto de la pandemia con su séquito de aparecidos, ni la adición y adicción de depresiones anímicas, económicas, ecológicas, políticas. El espectáculo tragicómico del debate de los dos candidatos de la potencia mayor del mundo es como un colofón ridículo del fin de la palabra: el teatro del absurdo queda mudo de estupor ante la agonía del lenguaje. Es como si en primera plana aparecieran Abbott y Costello, el Gordo y el Flaco o los Tres Chifladitos. Nunca, salvo en Roma, la degradación política se manifestó en comedia tan bufa.
En Experimentos con uno mismo (Valencia, Pre-textos, 2003) Peter Sloterdijk confesaba que “uno ha de ser enfermo de su tiempo para tener algo que decir respecto al posible diagnóstico de la época”. Porque somos apenas alícuotas partes de una enfermedad global y local. El diagnóstico de Deleuze y Guattari en Capitalismo y Esquizofrenia se queda corto. En La Sociedad del Espectáculo la histeria como alucinado juego de voces fantasmales convierte a cada cual en guiñol. En el tablado del Barco Ebrio [Arthur Rimbaud, 1871] el destino hala los hilos de los muertos vivientes que vamos semejando marionetas. ¿Dónde quedó la Ilustración con las nociones de razón y de progreso, mismas que destronaron a los dioses, como tanto se doliera ya temprano por ello el poeta Hölderlin?
Por la techné de la cibernética y de la tecno-ciencia pareciéramos condenados a ser operaciones residuales del cómputo de algoritmos operados por los nuevos aprendices de brujo: la Matrix, Analítica, la crematística digital unida a la biotecnología, a la neurociencia y a la programación de la conducta. Nuestros escasos Ks o cuando más megas o gigas serán absortos y hackeados por la caja negra del nuevo imperio mundial. Selfies y memes de Facebook replican como hinchadas copias la simulación de felicidad de la propaganda o la frialdad de las pasarelas. Todo por lo demás es psicosis, dispersión, torre de babel, balbuceos, sentimientos descoyuntados de logos. Hoy cada cual corre el riesgo de reeditar la saga del jurisconsulto alemán Daniel Paul Schreber (1842 -1911), pero pocos podrán alcanzar alguna lucidez dentro de la demencia para escribir como él sus “memorias de mi enfermedad nerviosa”.
Pero es que la enfermedad ni está en las sábanas, ni solo en los enfermos del alma que somos casi todos. Desde Napoleón, Bismark, Stalin, Hitler, Kissinger y sucesores se vive de guerra en guerra, o de guerrilla en guerrilla, de crisis en crisis, de feminicidio en feminicidio, de filicidio en parricidio, de parricidio en filicidio, de uxoricidios en uxoricidios, de violencias domésticas a violencias magnas y de depresión en depresión. La enfermedad son las armas, la crematística sin freno, las drogas, la expoliación de la naturaleza y las pasiones tristes y violentas que tornan a unos en amos y a la mayoría en víctimas ignorantes de que lo son debido a la euforia adictiva del entretenimiento compulsivo.
Obligada por la pandemia, la mal llamada “nueva normalidad” es la administración calculada de los estados de excepción: anomia consentida, segregación forzada, razón cabe a Giorgio Agamben que tanto ha alertado en torno al hecho de que el nazismo inoculó a las potencias vencedoras con la administración estética del terror al preguntarse si los remedios llamados temporales serán peores que la enfermedad cuando permanezcan una vez que la pandemia ceda.
Y sin embargo, es deber del pensador persistir en anticipar otro orto y en contribuir con acciones lúcidas a que la poiesis no muera. Tal interpreto que es el don de la hospitalidad que el caro amigo André Magnelli ofrece a este huésped de un dolido país vecino para que en Fios do Tempo [Hilos del Tiempo] recoja sus pasos, como lo hace el campesino antes de morir.
Se imponen la anamnesis contra la anosognosia y la anagnórisis contra la amnesia. Si uno como científico social admite que su dolor se articula con la enfermedad social, ha de curarse para curar la sociedad con el pensar: o intentarlo al menos en partes. Acudir al psicoanálisis en cualquiera de sus vertientes o en su lugar a distintos caminos de sanación a partir de la introspección profunda es obligado porque en esa doble vuelta del diagnóstico de sí y del diagnóstico de la sociedad se cifra la posibilidad de trascender la exterioridad del anerkennen, el reconocimiento en la tradición instaurada por Hegel.
Aquí cobra valor el concepto de anamnesis: es la interrogación del terapeuta al paciente para recordar las causas de una enfermedad. Cuando uno obra como propio sanador de un quebrado ego sólo puede atravesar la noche oscura por el coraje de una interrogación continua que de efecto en efecto se remonte desde el telón del presente a los arcanos del dolor y logre una gracia como la de Proust en su novela para que los recuerdos discretos fluyan como arroyos y ríos con esa virtud que los griegos denominaban musa mnemosyne, musa de la memoria. Ello obliga a afrontar la durée del misterio del tiempo interior de cada cual o, si se extiende a la sociedad como se debe, a exhumar mitos e imaginarios a menudo condensados en la poiesis simbólica en clave de Dichtung: lo que puede traducirse como el equivalente de la caja negra de la cibernética social.
En igual sentido obra la anagnórisis. En el Arte Poética de Aristóteles es “el paso de una persona desconocida a conocida” logrado tras una peripecia trágica. Peripecia es cambio abrupto en la continuidad de acontecimientos, por lo general una crisis profunda debida a la hybris o desmesura de un personaje. Con la crisis adviene la purga, como expresión suprema de la afirmación de la ética o de la ley. Y tras ella la catarsis que opera como un des/encubrimiento luminoso – Heidegger la llamaría aletheia, Benjamin iluminación mística o profana, Joyce epifanía – y con ella adviene la anagnórisis como reconocimiento pleno del sentido ético, estético y cognitivo del drama, pleno porque toca a todos los actores y se transfiere a los espectadores: irradia como ondas de energía, bombas de fusión y no de fisión. En los sujetos con intensidad espiritual la iluminación procede por el “paso por la noche oscura”, lo cual supone denodado coraje a partir de la admisión de la vulnerabilidad propia. No se cura quien no afronta su más íntima humillación.
Ahí radica de modo preciso el mal de mundo y de nación cuando no se reconoce la enfermedad personal, social o mundial. Y es que el mundo y la nación han sufrido en tantas peripecias el desfile de tragedia tras tragedia, pero no se ha dado cabida a la humildad de la admisión de la responsabilidad del mal y del dolor. Desde Schopenhauer a George Steiner los pensadores se han torturado por el contrasentido de que la tragedia haya finiquitado como género dramático cuando el mundo ofrece tantos cataclismos que no admiten otro calificativo que el de sumas tragedias. Purgas tras purgas, tragedias sin catarsis, tragedias sin anagnórisis, ¿cuál es la causa de que el síntoma se reproduzca como la famosa Wiederholung del neurótico o del psicótico, repetición tras repetición, esos re/venants, los reaparecidos que constituyen nuestras pesadillas? Los síntomas son avisos. Pero se los calma a punta de placebos, la euforia del entretenimiento, la caverna, la doxa, el lugar común, el camelo y el engaño, en suma lo feiticio, esa preciosa palabra portuguesa tan unida a la saudade, con la cual se emparenta en el fondo.

¡La respuesta es la anosognosia! Esta es en medicina una enfermedad agobiante agravada por la falta de conciencia de la enfermedad. Es una enfermedad que se niega como enfermedad, una crisis que se niega como crisis. El diccionario presenta una de esas trampas tan fabulosas del léxico cuando la palabra amnesia se encuentra tan cerca de la amnistía y casi hasta se confunde con ella por parcial anagrama, ya que de los ocho fonemas de amnistía seis se hallan en amnesia en el mismo lugar. Resulta probable que el efecto de olvido metódico que encerraría la palabra y el concepto de amnistía se tradujeran como una compulsión al olvido. Pero sucede que no hay posibilidad de exculpación o de perdón si no hay memoria plena y además compartida. Y la grandeza de la amnistía y su generosidad consisten de modo preciso en exculpar a otros o en perdonarse a sí mismo pero solo a través de la gracia de una comprensión lúcida que es además recíproca: una tautología forzosa por claridad, pues comprender es cum prendere, aprender con otro.
“Todo lo que se comprende está bien”, exclamaba Nietzsche. Y Wagner, su amigo y enemigo versaba en la ópera Parsifal por medio de Kundry en su intento de congraciar al héroe dolido por el abandono de la madre:
Bekenntniss
wird Schuld in Reue enden,
Erkentniss
in Sinn die Torheit wenden
La confesión
transformará la culpa en contrición,
el conocimiento mudará la necedad en significado.
Lo cual coronaba la profecía enunciada en el primer acto que sirviera de hilo conductor a la iniciación del peregrino en su búsqueda por transformar la ingenuidad en sapiencia: “Durch Mitleid Wissend”: “accederás a la sabiduría por medio de la compasión”.
Compasión es también en el más claro sentido budista un verbo que entraña reciprocidad: cum pathos, con (análoga o mutua) pasión, como lo traduce el sustantivo alemán Mit Leid, con la pena común, adjetivo que se omite por elipsis. Por lo que la sentencia podría enunciarse también del siguiente modo: “ascenderás a la sabiduría por medio del dolor compartido”.
Un mal de un siglo me erigió como alma en pena. No digo el mal del siglo, que lo fue, sino un mal de un siglo de duración, esto es de tres generaciones, como si yo debiera experimentar la soledad y el desamor de Cien años de Soledad. Pero bendigo al cabo los dolores, porque nunca suelen venir sin concurso de talentos y son unos y otros un camino de sanación.
Debo abreviar para honrar la oferta de hospitalidad ofrecida por André Magnelli en el Atelier de Humanidades y en Hilos del tiempo. Él me ha ofrecido publicar en todo o en extractos diez ensayos y dos libros centrados de la cultura, la ciencia y la educación. Han sido parte de una producción que excede en al menos veinte veces esa cifra, mucha de ella sumergida, la mayoría ha pasado desapercibida por falta de atención de un medio como el de Colombia que quizás por razones comprensibles no puede conceder atención a lo que no signifique las tragedias más patentes de las violencias manifiestas. Yo mismo he debido subsumirme en la escritura de diarios/nocturnos que ya completan 56 años de escritura continua; en al menos doce libros de poemas, la mayoría inéditos; en una novela que escribo desde hace más de veinte años con varias versiones concluidas, pero que aún espera un trabajo monumental de fondo; en una Teoría Dramática y Tramática de las Sociedades que he labrado en solitario por más de tres décadas. Con todo, lo que se ofrecerá de quincena a quincena o de mes a mes es una escritura que lleva en cada línea alma y corazón.
Por consejo de André Magnelli estas contribuciones que entrego como un don gratuito inciarán con un breve ensayo que obtuvo un premio internacional convocado por la Multiuniversidad Edgar Morin de Hermosillo, México, con motivo de los 88 años del admirado pensador y a la que soy muy afecto porque él presidió el jurado cuyo tema giraba en torno a La Reforma Profunda de la Educación. El breve ensayo es del año 2009. Y se titula Las Claves de Melquíades, el personaje ficticio de Cien Años de Soledad. Y nada menos que aquel sabio que urgía a los negligentes actores de Macondo a leer al derecho y al revés las cifras del destino para esquivar la fatalidad.
Unas breves palabras bastarían para ofrecer el contexto en el cual se escribió el ensayo. Muchos lustros antes, de modo exacto el martes 18 de noviembre de 1976, con probabilidad escrito de 10 a 12 de la noche, yo me dolía por la tragedia de la Universidad Nacional de la cual yo era profesor y por el drama del país asediado por el terror, el clientelismo y el narcotráfico. Y concluía con estas palabras: “El parámetro de juicio por ahora y por mucho tiempo será por desgracia el del turbayismo (léase clientelismo), la mafia, el fascismo. Pensemos en lo que se podrá construir para dentro de unos 50 años”. Treinta y tres años pasaron hasta la fecha del ensayo con intensidad de escrituras y de acciones. Confiaba entonces que la década de los bis-centarios de las Independencias (20 de julio de 2010, 7 de agosto de 2019) servirían de motivo para recorrer en una década dos siglos y que ninguna estrategias distinta a la educación y a la cultura sería más propicia para acceder al sapere aude de Horacio y de Kant, ese atreverse a transformar la necedad en sabiduría, en el cual se cifra la independencia de veras y la resolución del misterio de la promesa democrática.
Esa década ya pasó y empero los problemas no han hecho más que agravarse, sumados a los torbellinos del mundo. Pero de los cincuenta años previstos me quedan aún seis. Y no son poca cosa, pues es el tiempo de la plenitud en la sabiduría, ya librado de todas mis culpas y de todas mis deudas. De modo que sólo espero esa merced de la providencia: seis años de lucidez y de lucha para poder morir en paz.

Correo electrónico: garestre@gmail.com.
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